Capítulo 7. Los Estatales.

 Vamos, responde, por dios. Coge el maldito teléfono… A estas horas deberías estar en casa. Ah, por fin.

—¿Sushima? ¿En qué puedo ayudarle? —dijo una voz agitada.

—Sushima soy yo. Ventour. Por fin respondes.

—Ah, jefe… buenas tardes. Lo siento —respondió entrecortado.

—Sí, sí, como siempre. No pasa nada. No sé para qué tienes el teléfono si no lo respondes nunca. Bueno, vamos al caso. —Cada frase la mascaba con fuerza mientras trituraba un chicle sin piedad.

—Sí.

—Acabo de leer la declaración de ese tal Tayn, el empleado de Lamiere —dijo con voz cansada, desgastada.

—¿Qué ha conseguido, jefe?

—Lamentablemente, el chico ha sido sincero. Digo “lamentablemente” porque no tenemos nada. Golán está muerta. Tayn no cumplió su parte. Lamiere intenta escapar del sistema. Creemos que con su TVR, el libro… y todas las pruebas.

—Joder.

—Lo sé. Claramente ese Lamiere no es idiota. Imagino que por algo tenía el puesto que ocupaba —dijo, golpeando con los dedos sobre la mesa mientras miraba a través del ventanal. Afuera, la noche de invierno ennegrecía todo.

—¿Qué hacemos entonces?

—Tenemos dos opciones. O nos centramos en otro objetivo de la Pirámide del mismo rango… o buscamos a Lamiere en su escondite. Ambos caminos están jodidos, pero uno de ellos es el objetivo. —Tosió. Escupió el chicle en una papelera metálica.

—Habrá que vengar a Golán. Todos sabían lo que hizo por esta organización. Ese Lamiere debe pagar.

—Veo que estamos de acuerdo. Reúnete conmigo. Trae las cosas. Nos queda un largo viaje.

—De acuerdo.

Sushima colgó.

Fue al baño sin detenerse, cepillándose los dientes con movimientos mecánicos, intentando borrar el sabor agrio de la culpa… y del arroz frío que ya no lo esperaba. Frente al espejo evitó mirarse más de un segundo. Nunca le gustaron los espejos, pero el trabajo lo obligaba. Ese reflejo mostraba algo más que un rostro: un hombre tapando una verdad dolorosa. Una soledad inmensa. En su hogar no había fotos, ni cuadros, ni huellas de una vida antes. Sólo él… y el miedo detrás de su rostro.

Se afeitó con cuidado. La cuchilla recorría una piel más delgada que semanas atrás. Cada trazo era una forma de conservar la máscara, de no parecer fuera de lugar, de seguir siendo útil. No podía enfermar. No podía fallar.

Abrió la nevera. Solo quedaba arroz frito, seco, apelmazado. Lo guardó en su bolso sin calentarlo. No sabía a nada, pero servía para no temblar.

Se echó gel en las manos. Luego, crema. Ese gesto mínimo era uno de los últimos que le recordaban que alguna vez fue alguien antes de convertirse en función. Tomó su bolso de emergencias, guardado bajo la cama desde hacía meses. Siempre preparado. Como si supiera que un día no volvería.

Nadie lo esperaba. Nadie sabría si no regresaba. En esa vida mínima, sin raíces ni retratos, sólo quedaba un propósito: destruir desde dentro aquello que corrompía a todos. A veces ni él mismo sabía si luchaba por justicia o por venganza. Pero avanzaba, porque detenerse sería aceptar que su disfraz lo había devorado por completo.

Bajó a la calle. Allí lo esperaba su vehículo eléctrico, viejo y automático, asignado por su rango dentro de la Estatal. Al arrancar, sonó la cadena de noticias de la Pirámide. Casi siempre la tenía puesta, para saber si alguien importante había muerto.

Golán, dijeron.

Su cuerpo había aparecido tras una semana desaparecida, en un lago. Al principio se pensó que había sido ahogada, pero la autopsia reveló otra cosa: envenenamiento, producido durante un coito con su agresor. Golán había sido una figura clave del Departamento de Guerra. Hija de un revolucionario caído. Siempre fiel al sistema. Irónicamente.

Según los medios, había mantenido una relación clandestina con otro directivo. Todo salió a la luz tras el testimonio de un criado: Tayn. Fue él quien mencionó el romance… y el abandono. El asesino, decían ahora, era Lamiere Tribolí. El noticiero mostraba su ficha: 35 años, cabello moreno, piel clara, complexión atlética, 1,82 metros, TVR negro, auto de combustión antigua. Si lo ve, suba la información a la nube. La pureza del sistema garantiza nuestra continuidad.

Sushima no llevaba mucho tiempo en la Estatal, y por eso aún le temblaba el pulso al hablar con sus superiores. Lo que nadie sabía —y no debía saber— es que, como Golán, él también pertenecía a una célula rebelde. Hijos de los antiguos insurgentes, dispuestos a destruir a los Metistas desde dentro.

Sabía que si Ventour lo descubría, terminaría igual… o peor que Golán. Vivía con una doble máscara, y cada vez le costaba más respirar.

Condujo hasta el otro lado de la ciudad. El apartamento de Ventour estaba en las afueras, en una zona residencial nueva, amurallada, con jardines sin tierra y farolas que simulaban la luz del día incluso de noche. Era un barrio que sólo podían permitirse los investigadores de alto rango. Y eso lo irritaba.

La desigualdad no se medía sólo en grados o salarios. Se filtraba en detalles minúsculos: la pureza del agua, la textura de la ropa, la ausencia de baches. El acceso a avenidas sin vigilancia algorítmica.

Aparcó junto a transportes de última generación. Se peinó con los dedos frente al retrovisor. Tocó el timbre. La puerta se abrió sola.

Un robot lo recibió con voz sin alma:
—Identificado. Deposite pertenencias. Descalzarse. Espere al señor.

Sushima obedeció en silencio. Mientras dejaba su bolsa, notó la temperatura perfecta, sin brisas ni humedad. Algunos como Lamiere aún preferían criados humanos. Ventour, en cambio, confiaba sólo en máquinas.

—Ya estás aquí. Diablos, esta vez sí fuiste rápido —dijo una voz desde el fondo. Ventour apareció buscando entre los muebles.

—Sí, jefe.

—¿Dónde está esa maldita datapad? Necesitamos rastrear al cabrón de Lamiere —dijo, mientras se apoyaba en la pared. Llevaba un jersey blanco, de textura costosa.

—Tengo otra en el vehículo. O puedo conectarme a la nube.

—Siempre tan oportuno… Está bien. Usaré la tuya con mi usuario.

Ventour recogió dos bolsas de viaje, dijo su contraseña al robot y salió tras Sushima.

Subieron a un Eagle de la Estatal. Ventour lo usaba como si fuera propio: olía a pino, limpio por dentro y por fuera, a pesar de las lluvias. Dentro, conectó la datapad de Sushima, introdujo sus credenciales y revisó algunos datos en silencio.

Después de unos minutos, la devolvió.

—¿Alguna vez has salido de la Pirámide, Sushima?

—Nunca. Ni siquiera lo imaginé.

Ventour lo miró de reojo, con una sonrisa torcida.

—No te hagas ilusiones. Allá afuera no hay gloria. Solo barro, soledad… y muertos.

El coche arrancó. El silencio pesó entre ellos, apenas roto por el zumbido del panel eléctrico.

—Haremos una parada antes —dijo Ventour, casi como si lo lamentara.

—¿Una parada?

—Necesitamos a ese tal Tayn. A veces los perros conocen mejor a su amo que la esposa. Y no quiero que ese bastardo de Lamiere escape.

—¿Y si no coopera?

Ventour ni lo miró. Pero su voz se volvió afilada:

—Entonces dejaremos de tratarlo como criado… y empezaremos a tratarlo como cómplice.

Sushima tragó saliva.

Entendió que ese viaje sería algo más que una misión.

Era una línea cruzada.

Y ya no habría vuelta atrás.

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